Aurelio Suárez:
la biblioteca pintada

El texto [sic] siguiente corresponde a la conferencia ofrecida por Juan Carlos Gea Martín el 13 de enero de 2011 en el salón de actos y exposiciones de la Biblioteca Pública Jovellanos de Gijón con ocasión de la clausura de la exposición Libroaurelio y de las actividades del centenario del nacimiento de Aurelio Suárez.

Hace unos días fui testigo de una escena deliciosa en esta sala. Estaba ya desierta, al borde de la hora del cierre, cuando entraron por aquella misma puerta una joven madre y su hija, una niña de no más de seis años. Nada más cruzar el umbral, la niña se quedó parada un momento; los ojos se le iluminaron como ascuas, se llevó la mano a la boca, abierta en un gesto de asombro, y no pudo reprimir un ahogado “¡hala!” de sorpresa. Piensen exactamente en el mismo gesto que se le hubiera escapado si hubiera entrado en la tienda de juguetes más apetecible o en un barracón de feria repleto de objetos maravillosos. Fue el gesto de quien accede de golpe a otro mundo; uno que de ninguna manera se hubiese esperado en el sótano de un edificio tan severo y silencioso como este, incluso a pesar de los anticipos que advierten en el pasillo: un cangrejo antropomorfo del tamaño de un paisano, unos peces señalando el camino, vislumbres de seres y paisajes que no son los de todos los días, o al menos no los de todos los días en esta realidad (o en la convención compartida que llamamos “esta realidad”). Mientras su madre le ofrecía todo tipo de juiciosas explicaciones, la niña recorrió la exposición sin perder el pasmo. Y no pude menos que pensar que a Aurelio le hubiese parecido la espectadora perfecta para su obra; que la respuesta de la niña, ese gesto infantil de asombro gozoso, bien pudiera ser la actitud que esperaba y deseaba provocar con su pintura.

Cuando crucé el equivalente a esa puerta yo era bastante mayor que la niña. Debió de ser bien entrada la década de los noventa. Vi mi primer cuadro de Aurelio Suárez en un reportaje publicado en el suplemento La Nueva Quintana de La Nueva España, en el que también contemplé por primera vez el rostro del pintor gracias a la chispa del fotógrafo Marcos León, que consiguió una espléndida foto robada en violento contrapicado que venía a ser el trofeo tras la captura de un genio esquivo, nuestro Salinger o nuestro Pynchon local. Aquel reportaje estaba ilustrado por varias obras de Aurelio, pero la que llamó mi atención antes que ninguna otra fue Noche de frío espeso, uno de los óleos que forman parte de la muy notable colección aureliana del Museo de Bellas Artes de Asturias. No me llevé la mano a la boca, ni recuerdo haber proferido ninguna exclamación de asombro porque los años imponen sus censuras; pero sí que recuerdo haber padecido los síntomas inequívocos de otro tipo de silenciosa maravilla: la fulguración que se desencadena ante la obra de arte que consigue interpelarnos; esa “lejanía que se abre en la cercanía” bajo los efectos de la cualidad específica de la obra de arte que Walter Benjamin bautizó como aura. Aquella seductora y extraña estampa invernal la tenía. Tenía aura.

La reproducción de Noche de frío espeso no está en esta sala, pero me imagino que muchos de ustedes conocen la pieza: bajo una nevada nocturna, un ser femenino vagamente antropomorfo que sostiene una flor doble se acerca a un refugio con rostro humano, en cuyo interior otro ser –mitad hombre, mitad pájaro con una piedra sobre su cabeza– se calienta en una hoguera. Me atrajo el rotundo candor del dibujo, la viveza del color, su vigor imaginativo; y más aún, la aplicación con que el autor había puesto esas cualidades plásticas al servicio de una escena que, en efecto, abría justo delante de mí una ventana a un mundo muy lejano pero bien conocido: el inaccesible pero siempre presente paisaje de la infancia, en el que las compuertas entre la mente y el mundo son fluctuantes y porosas, nada hay que no exista, y nada cuya existencia no esté dibujada con una nitidez extrema. De aquel cuadro emanaba algo atávico, profundamente evocador, con la misma fuerza que de los viejos relatos orales, los cuentos de la niñez, las ilustraciones de los libros hojeados en las primeras incursiones en el tesoro de las bibliotecas públicas. Es una sensación que se ha repetido después muy a menudo ante la obra de Aurelio; porque, aunque yo no podía saberlo, Noche de frío espeso fue la primera frase, quizá la primera palabra o aun la primera sílaba, de un largo relato que se me seguiría contando años después, ya fallecido el artista. O, si lo prefieren, y ahí les iba, aquel cuadro fue tanto como el primer volumen de una biblioteca pintada que sigo descubriendo con creciente fascinación y disfrute.

Todo esto sería suficiente para justificar por qué el otro día me sentí identificado con el gesto de aquella niña; pero si se lo cuento hoy es porque, además, al entrar por primera vez en esta exposición me pasó de nuevo algo muy similar a lo que le sucedió a ella, aunque por motivos bien distintos. Naturalmente, yo también me quedé bastante deslumbrado por la luminosidad, el colorido casi festivo y su capacidad para envolver y de algún modo, abducir al visitante; pero lo que me impactó sobre todo fue el hecho de percibir al instante un perfecto resumen de todo, insisto, de todo, lo que Aurelio Suárez es, hizo y significa. A mi entender, de entre todas las muestras de y sobre la obra aureliana, esta es la que mejor pone en escena lo que fue, en esencia y en extensión, el arte de Aurelio tomado en su conjunto. Gracias al tesón de Gonzalo Suárez, a quien debemos agradecer el esfuerzo en el que se ha embarcado para divulgar y hacer justicia al legado de su padre, en los últimos siete años hemos tenido ocasión de disfrutar de una serie de extraordinarias muestras del talento de un pintor que hasta ese momento nos era desconocido casi por completo. Durante ese tiempo nos hemos asomado a la desbordante, incluso desconcertante variedad y abundancia de su universo a través de sus bocetos, sus gouaches y sus óleos, y más tarde mediante formatos y lenguajes menos convencionales. Hemos aprendido también que había, no obstante, unas leyes, unas peculiares regularidades detrás de todo aquello; y hemos ido comprobando que la convencional etiqueta de “surrealista” con la que Aurelio nos llegó clasificado se quedaba corta; muy corta, sin duda, para esta obra generada de modo obsesivo por la mente y las manos de un hombre curioso, imaginativo, ferozmente apegado a su independencia; un creador proteico al que no eran ajenos los atributos que se asocian a menudo con el autodidactismo: culto, tenaz, buen observador, crítico, incluso hipercrítico con ribetes de socarronería, pero nunca a costa de una forma de ingenuidad que, en su caso, dejaba de ser vulnerabilidad para convertirse en una insobornable seguridad en sí mismo, una robustez exenta y desafiante que le permitió fijar su rumbo artístico siendo muy joven y no despegarse ya nunca más de él.

Pues bien, de algún modo, esta exposición hace ver –es más, yo diría que hace sentir– todo eso de un solo golpe de vista. No deja de ser curioso, si se tiene en cuenta que se trata de una muestra sobre un aspecto esencial, pero parcial y, por así decir, lateral, del mundo aureliano: su relación con la letra escrita y los libros. Y sin embargo, hay algo en este montaje literalmente brillante; algo totalizador y envolvente que ofrece una comprensión sinóptica, casi intuitiva de la poética de Aurelio, sus intenciones como artista, su forma de trabajar y la estructura de su universo creativo, sus fuentes y sus productos. De alguna manera, al entrar por primera vez aquí, precisamente en una sala escondida bajo el suelo de una calle que cruzas todos los días, y encontrarla transformada en una resplandeciente caverna del tesoro repleta de motivos inequívocamente aurelianos, tuve la sensación de estar dentro del cráneo del mismísimo Aurelio; como si esta puesta en escena museográfica fuese, finalmente, la alegoría más oportuna de la mente del artista, de todo aquello que se fue acumulando en ella y del modo en que fue transformado en arte. Sin embargo, solo me paré a pensar en el asunto –dichosa pereza– cuando hace un par de semanas Gonzalo me invitó a preparar esta conferencia: y me di cuenta de que ese elemento, digamos misterioso, que confiere a la exposición su poder unificador y alegórico es precisamente el hecho de que se oculte bajo una biblioteca y hable de una biblioteca.

La biblioteca: uno de los productos y de los emblemas más ricos de nuestra constelación cultural. Materialización, arquitectura y puesta en escena de la idea misma de cultura, poderosísima metáfora de la mente individual como memoria y acopio, como depósito de datos de toda naturaleza; pero también metáfora de la memoria colectiva, de los mecanismos de preservación y transmisión de experiencias y saberes; del orden, de la capacidad del hombre para idear clasificaciones, taxonomías, reglas con las que compartimentar y organizar de algún modo el caos, y de su permanente arbitrariedad e insuficiencia. Y metáfora, por tanto, como Borges dejó sentado de un modo inapelable, del mundo y aun del universo, dentro de nosotros y con nosotros dentro.

Y además, en este caso –y esta es la idea o, si quieren, el juego que me gustaría proponerles aquí esta tarde– metáfora del aurelianismo.

El primer término de esa comparación –la biblioteca– no requiere de mayor aclaración. Pero quizá sí se haga preciso clarificar el segundo término: “aurelianismo”; una palabra que en los últimos años hemos aprendido a usar de un modo bastante automático para referirnos a Aurelio y a lo que Aurelio hizo, pero quizá sin reparar en todas las peculiaridades que esconde más allá de su significado funcional e inmediato.

La primera de ellas tiene que ver con lo insólito de su origen, puesto que fue el propio Aurelio quien, en un gesto completamente inusual, acuñó él mismo un término que por lo general suelen proponer otros –críticos, historiadores, periodistas–, a posteriori y comúnmente más para etiquetar grupos, escuelas o tendencias que para referirse a individuos. Sin embargo, ya en algún momento de la década de los años 40 del pasado siglo, consideró oportuno colocar el “ismo” detrás de su nombre de pila para definir su obra. ¿Qué puede significar un gesto así?

Desde luego, en primer lugar, que Aurelio tenía conocimiento de las vanguardias históricas y de su propensión a los “ismos”; a la atribución de una marca que proclamaba su aspiración a la originalidad entendida como un valor artístico y diferenciaba de modo beligerante cada poética, manifiesto y grupo del resto de los “ismos”. Y también significa, por consiguiente, que desde muy pronto Aurelio había asumido como un deber la búsqueda de un terreno propio: “Como ya está todo hecho, hay que buscar nuevas tendencias”, declaraba al diario madrileño El Alcázar en 1959; una tarea que él debió de imponerse mucho antes de esa fecha. En la misma entrevista precisaba dónde radicaba, según él, su “terreno propio” como artista: “Yo creo que los pintores debemos tener cada uno un estilo propio, y el mío es este: pintar ideas”.

Había, desde luego, orgullo e incluso cierta arrogancia en esta declaración. Y conciencia clara de la peculiaridad de su obra y su posición como pintor. Incluso puede que hubiese un punto de retranca dirigida contra los artistas gregarios, con tendencia a guarecerse bajo el paraguas de cualquier “ismo”. Para Aurelio, apasionado individualista, solo había un manifiesto artístico posible, que es el que inscribió en Crono pictórico, un aguazo de 1934: “Pinta lo que quieras y como quieras”. Y quizás al declararse a sí mismo fundador y seguidor único de su “ismo”, su escuela de un solo hombre, subrayase su anarquismo poético mediante la paradoja.

En cualquier caso, parece que él pensó que lo distintivo del aurelianismo, lo que definía su esencia individual como pintor, era la práctica de una pintura de lo mental: literalmente, un “pintar ideas”. Pero es evidente que, aunque en su contexto y a sus ojos ese argumento pudiese bastarle a él, a nosotros no. Sin salir de la tradición surrealista, por poner solo un ejemplo muy afín al aurelianismo, encontramos muchos pintores cuya obra podría definirse bajo esa misma poética. ¿Qué es, entonces, lo verdaderamente peculiar del aurelianismo, lo que valida a nuestros ojos esa pretensión de originalidad que Aurelio creyó cumplida? ¿Hay, entonces, realmente algo que pueda ser llamado aurelianismo?

Mi opinión personal es que sí. Me disculparán si aquí tengo que ser algo prolijo. La edición de 1992 del Diccionario Académico precisa que el sufijo “-ismo” se añade a sustantivos para formar palabras que significan: 1) “doctrinas, escuelas, sistemas o movimientos”; 2) “actitudes”; 3) “actividades deportivas” o 4) “términos científicos”. Evidentemente, hay que prescindir en primera ronda de las dos últimas acepciones; pero no de la mayor parte de las dos primeras. El aurelianismo no es, claramente, ninguna doctrina ni una escuela; pero sí que es una actitud, una práctica y un método; y, de un modo muy peculiar, y como derivado de todo ello, un sistema. Si se me apura, ni siquiera habría que descartar del todo incluso ciertos aspectos de la tenacidad y la autosuperación del deportista y del rigor y el afán experimental del científico; un aspecto este último que Aurelio no dejó de tener en cuenta cuando rotuló su quehacer como “pintura de laboratorio”.

Actitud, práctica y método se funden en el caso de Aurelio de una manera indistinguible. Su independencia –que se volvió autárquica cuando finalmente decidió retirarse de los circuitos de exhibición y gestionar él mismo sus ventas– se concentró en una labor de autocontrol que suministró una disciplina a una creatividad verdaderamente excepcional, expansiva, tóxica. Se diría que, a partir de cierto momento, Aurelio fue consciente de que disponía de todo el arsenal conceptual y técnico que necesitaba para entregarse a lo que deseaba hacer y se dedicó sencillamente, a partir de ese punto, a pintar sin atender a las zozobras exteriores que por lo común inquietan a un artista: la mejora de su formación; la voluntad de avance; la apertura a nuevas influencias; el miedo al agotamiento o a la repetición; la definición de unas maneras propias; la lucha por mantener la atención de un mundo siempre antojadizo ante su obra; los mecenas; el mercado... En ese rebelde desuncirse de toda obligación externa, de toda distracción y mediación añadida, está una de las partes esenciales del aurelianismo: una posición de autoexilio que le permitió pintar en una especie de torre de marfil, una isla fuera del tiempo, donde su pintura se expandió o se acumuló, pero no se puede decir que evolucionase en el sentido estricto del término.

Y dentro de esa burbuja, Aurelio desplegó una práctica constante y rigurosa de la pintura que se alimentó de la tradición y la releyó desde el autodidactismo impregnado de elementos de la cultura de su tiempo. Como buen aficionado a la música y a la ciencia, como buen coleccionista, como buen artesano, Aurelio pautó el flujo continuo de su pintura de forma extremadamente ordenada. A partir de ahí, con el mismo espíritu artesanal de los viejos maestros –el que él mismo empleaba en su trabajo como decorador de lozas y porcelanas–, empleó siempre los mismos materiales, los mismos procedimientos para fabricar sus soportes o sus pigmentos, idénticas rutinas, idénticos formatos, las mismas reglas y taxonomías; y todo ello sin ningún ánimo amateur o naïf, y con una ambición artística máxima: sin perder jamás de vista la ambición de una pintura entendida como alta manifestación cultural y espiritual.

¿Y el sistema? ¿Qué quiero decir con que el aurelianismo es “un sistema”? Sencillamente, que la plasmación de esa combinación precisa de actitud, práctica pictórica y método dio lugar a una obra susceptible de ser concebida como un todo, un conjunto que es más que la mera agregación de sus partes y presenta cualidades, así considerado, que no tienen sus componentes individuales. Es imposible y lo seguirá siendo poner ante uno la obra de Aurelio en su apabullante totalidad; pero a partir de lo que ya hemos visto y sabido, creo que se puede postular, como una lectura que al menos no es inconsistente, que el aurelianismo no solo produjo una obra única, sino también una única obra.

Naturalmente, esto no traiciona la autonomía ni el disfrute de cada pieza suelta, que sigue manteniendo su propio valor estético. Pero –a partir del momento en que Aurelio empieza a organizar programáticamente sus obras en series de unas características fijas e inamovibles– cada boceto, gouache y óleo pasa a formar parte de un conjunto de escala mucho mayor: el proyecto único de una vida entera. Jugando en clave astronómica –otra de las disciplinas que cautivó a Aurelio– las piezas sueltas se podrían ver como planetas o astros organizados en sistemas solares –las series o carpetas–, y estos, a su vez, agrupados como “galaxias”, según distintos parámetros posibles: el procedimiento, la temática, el registro o el estilo que atraviesan el conjunto; pero el nivel máximo de organización, lo que concede a toda la enorme producción aureliana el rango metafórico de universo y hace de Aurelio un autor único, está en el proyecto: en la idea misma del orden con que debió de entrever, o quizá programar abiertamente, en algún momento de su primera madurez todo su quehacer artístico, una actividad demiúrgica casi maquinal animada, no obstante, por la fuerza de una imaginación libre y unos procesos mentales en permanente agitación.

Creo que Aurelio lo vio aproximadamente de este modo, y que por tanto nos autorizó de algún modo a verlo también así. El suyo fue un concienzudo trabajo de taller y laboratorio en el que incluso llegó a simular el efecto de sistema, del mismo modo que en una pintura se simulan los rasgos de la realidad que representa mediante trucos y trampantojos. Fechas cambiadas, obras pintadas fuera del programa anual pero luego datadas dentro de él, arreglos a posteriori que no son más tramposos ni más ilegítimos, desde el punto de vista del efecto final, de lo que pueden serlo las leyes de la perspectiva o las de la simulación de tridimensionalidad. Y, en cualquier caso, y puesto que Aurelio fue un consumado coleccionista de mil tipos de objetos, se puede pensar también en su obra en términos de una colección unitaria: un museo de todo aquello que trasvasó del mundo a la mente y, de vuelta, de la mente al mundo en forma de pinturas, cuidadosamente organizadas como en una respuesta personal al orden del universo convencional. Un universo que, por una parte, le fascinó, pero que de algún modo también le resultó insuficiente.

Es en este punto, bajo esta interpretación del aurelianismo, donde podemos volver a la otra parte de la comparación. La biblioteca: ¿qué similitudes puede haber entre todo esto de lo que les he hablado –la actitud, el método, el sistema y la obra de Aurelio Suárez– y una biblioteca?

Considerándola en su sentido más lato, como una mera colección de libros, ya es posible un primer acercamiento que tiene que ver con lo que atestigua todo esto que nos rodea: la estrecha y constante relación que Aurelio mantuvo con los libros y el modo en el que los libros abastecieron su imaginación y su imaginería. Todo tipo de libros. Aurelio vivió entre ellos desde su infancia, que se benefició de la influencia de un padre cultivado y lector, que disponía de biblioteca propia y que también frecuentaba –y con él, su hijo– la de entidades como el Ateneo Obrero, en el que un jovencísimo Aurelio mostró su obra. Después de esa etapa de primera formación, estuvieron los libros que debió manejar durante sus años madrileños: un breve tiempo de estudios de Medicina en el agitado Madrid de la República, finalmente malogrados por la guerra; pero sin duda un tiempo productivos. En ese tiempo Aurelio debió de ponerse al día en las tendencias artísticas, literarias y culturales del momento. Y los libros, finalmente, como refugio, como retiro y consolador trasmundo: como su propia pintura, ventanas a espacios y tiempos muy distintos a los del gris Gijón de posguerra. De vuelta a su ciudad, ya en la oscura y aislada España de aquellas décadas, habría tiempo –el tiempo de toda una vida– para entregarse al disfrute doméstico y sosegado de todo tipo de lecturas, imantadas por esa curiosidad voraz que suelen padecer los autodidactas.

Voraz… y omnívora. A juzgar por lo que conocemos de la biblioteca de Aurelio, y como pueden ver ustedes mismos, sus intereses eran tan variados como su propia pintura: clásicos de la literatura de viajes; manuales científicos y técnicos; volúmenes de historia del arte, filosofía y religión; libros de solfeo y partituras musicales para flauta –instrumento que solía tocar–; y, por descontado, literatura propiamente dicha en la que los clásicos grecolatinos, Shakespeare, Milton, Verne o Quevedo acompañan y puede que justifiquen algunos de los temas aurelianos, así como su imaginación atraída por lo fantástico, lo maravilloso o lo extraordinario y su veta de humor satírico. Esa variada biblioteca, que alguna vez llamó “mi piscina intelectual”, le brindó navegaciones reales, como los de Speke y La Bougainville; otras fabuladas como las de Verne, y navegaciones posibles, micro y macrocósmicas, por el interior del cuerpo humano, las entrañas de la tierra o las estrellas, que se trenzaban con sus propias navegaciones de incansable paseante urbano y, finalmente, con los periplos mentales, de los cuales su obra es souvenir, guía o atlas.

Igualmente reveladores resultan sus libros de materia artística; referencias que ubican la sensibilidad de Aurelio en una tradición que incluye, por ejemplo, el arte religioso medieval o la estampa popular. Aunque, en mi opinión, estas referencias literarias y artísticas no explican mejor la génesis, la estructura y el catálogo de seres del vastísimo universo aureliano que los volúmenes de tema científico. En las obras sobre anatomía, biología, geología, geometría, astronomía e incluso sobre música se encuentran no solo las raíces de la mayor parte de la iconografía aureliana, sino también las claves de una actitud y unos métodos que toleran muchas analogías con la labor científica de recolección de campo y laboratorio o la paciente construcción de un todo ordenado y coherente.

Es en este último sentido en el que creo que cobra mayor dimensión la consideración del aurelianismo como una especie de gran biblioteca pintada. Vayamos por partes. En un primer nivel, su pintura muestra muy a menudo, incluso cuando las figuras no son del todo identificables, algún tipo de figuración teñida de literatura; una figuración en la que se echa mano, consciente o inconscientemente, de recursos, tropos o géneros literarios. En la pintura de Aurelio hay poesía, relato y drama. El aurelianismo abunda en representaciones que organizan el espacio pictórico –quizá como una representación de la propia mente del artista– como un escenario con figuras inmersas en una acción que resulta enigmática pero que, en su contexto, apunta a una sucesión de acontecimientos, un sentido preciso aunque desconocido, un relato envuelto en un extraño y distanciado lirismo.

Pero, en un sentido más sutil, la pintura de Aurelio es literaria porque su forma de pintar tuvo mucho que ver con la escritura. Usando una especie de escritura en un privado lenguaje de imágenes –algo parecido a lo que los lingüistas llaman un “idiolecto”–, Aurelio transcribió muchas de sus vivencias de gran paseante y de agudo observador y al que, desde luego, tradujo también muchos de los contenidos de los libros que excitaban su imaginación. La relación del ser humano, como lector y como escritor, con el lenguaje bien pudo ser un modelo inconsciente para el programa aureliano. Aurelio miró al mundo como quien lo está leyendo, y posiblemente leyó como quien observa el mundo a paso de paseo; y, de modo simétrico, pintó como quien escribe. Fue un diarista icónico, un grafómano de la pintura, una versión plástica del genio literario insistente y obsesivo, a la manera de un Robert Walser.

No quiero decir con todo esto que Aurelio practicase una pintura en clave, jeroglífica, una pintura de emblemas o de símbolos –independientemente de las claves que sin duda encontraría el análisis iconográfico y simbólico de su obra–, sino que transcribió sus experiencias mediante la pintura como quien maneja el lenguaje; una destreza tan profundamente asimilada y articulada que puede llegar a ser instrumentalmente indistinguible de un automatismo. Su forma de pintar tiene los rasgos de fluidez, intensidad, continuidad, reiteración y regularidad que definen el uso escrito del lenguaje; así fue Aurelio trasvasando a la materia plástica sus imágenes mentales, mediante la combinatoria ad infinitum de un repertorio fijo de recursos técnicos y de registros en formatos siempre tan accesibles y manejables como un cuaderno –o un libro– y con una cadencia similar a la de quien redacta un inventario, unas notas de campo o, sobremanera, un diario. Su tenacidad y su desvelo fueron también los del monje que copia, caligrafía, ilumina y clasifica manuscritos en su scriptorium medieval: una figura y un tiempo que –como pueden comprobar en más de uno de los libros aquí expuestos– no desagradaba en absoluto a Aurelio.

Es particularmente revelador, a este respecto, el modo en que el papel impreso y encuadernado se convirtió para él en un soporte artístico más, tal y como podemos comprobar en estos libros que se apropió mediante la lectura tanto como mediante la intervención artística sobre ellos: decorándolos, ilustrándolos, anotándolos o simplemente dejando constancia de su propiedad. Vista en su conjunto –o mejor dicho: supuesta en su conjunto a la vista de lo visto–, la obra de Aurelio compone también una especie de gigantesco relato, unas memorias indirectamente autobiográficas o un gigantesco poema pintado; o quizá también un portentoso storyboard o incluso una especie de cómic cuyo tema secreto, como en un rompecabezas hermético o en una desperdigada biblioteca borgiana, sería la silenciosa y discreta epopeya de un hombre que pintó discretamente un mundo paralelo e intentó así conferir sentido a una vida aparentemente minúscula. Un hombre y un empeño que, sin problemas, podría haber incluido Georges Perec entre los personajes de su magna novela La vida instrucciones de uso.

Lo que más me interesa destacar esta tarde tiene que ver con este sentido profundo del aurelianismo, y con la interpretación aún más abstracta y metafórica del concepto de biblioteca. Si admiten el juego conceptual que les he propuesto de equiparar sus obras individuales con textos, documentos o libros, también es posible ampliar el juego atendiendo al modo en que Aurelio quiso coleccionarlos y ordenarlos. La clasificación en formatos, el agrupamiento en carpetas o en series, la reiteración de técnicas, registros y temas, incluso el modo de datar y firmar cada subdivisión de su obra son afines a los del bibliotecario que ordena sus fondos. Quizá no sea del todo descabellado postular que, de una manera u otra, la estructura de la biblioteca y su estricta ambición de orden bien podrían haber servido de alguna manera como modelo a Aurelio para programar, estructurar y construir su obra. Y, aunque así no fuera –como, por otra parte, es bastante probable–, tampoco es del todo improcedente ayudarnos al menos de esta suposición como mapa y brújula para orientarnos en la superpoblada selva del aurelianismo.

La sensación que me transmitió desde el primer momento esta sala tiene que ver con esta constelación de ideas, de sugerencias y analogías de las que les he hablado. Las imágenes y textos que conviven en este recinto subterráneo pueden verse como una mágica caverna de las que Aurelio tanto admiraba –una Altamira en cajas de luz o un Candamo resplandeciente– en la que se ha capturado por completo el esquivo espíritu del aurelianismo; pero también puede contemplarse como un depósito para su preservación, un catálogo de posibles accesos a los fondos aurelianos, una cripta del tesoro –también en el sentido bibliográfico de “tesauro”– en la que lo textual y lo plástico conviven, y parecen haber desbordado sus límites mutuos como modelos de un mundo posible: un mundo, al menos, tan real o irreal como pueda serlo el que mal llamamos “exterior”, que Aurelio construyó y habitó del mismo modo que un lector compulsivo puede llegar a habitar los mundos de la literatura. Al final, como en la biblioteca-universo de Borges, todos ellos mundos tan indistinguibles como una celda de la otra… salvo por aquello que contienen.

Me parece que no es inoportuno, en este escenario y en este acto con el que se viene a cerrar el centenario aureliano, asumir ese mismo espíritu de celoso acopio y preservación. En una sustanciosa entrevista de 1949 con el periodista gijonés Bastián Faro, Aurelio se definía como coleccionista de “todo cuanto signifique un grado de cultura o espiritualidad, que es lo único que salva al hombre”. Su obra preserva lo que “de cultura y espiritualidad” atesoró su autor; pero además acredita por sí misma dignidad sobrada para merecer también preservación por nuestra parte. Esta exposición es un lugar efímero; será desmontada, imagino, mañana mismo, y como mucho, posiblemente, reinstalada en algunas sedes más. Lo esencial es que aquello que simboliza y ha albergado siga divulgándose en Asturias, pero también, sobre todo, más allá de sus límites. Porque una obra universal como esta –como cualquier gran biblioteca– espera lecturas infinitas, interpretaciones infinitas.

A quienes puedan contribuir en cualquier medida a que eso suceda les invito a prolongar y ampliar lo mucho y bueno que se ha hecho este año, que espero que sea el primero de otros cien de vindicación y divulgación de este tesoro pintado.

 

Juan Carlos Gea Martín

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