Desde el domingo 30 de julio de 2017, un autobús de la línea 10 de Gijón, y durante el mes de agosto, patrocinado por Cafés Toscaf, permaneció rotulado con tres obras de Aurelio Suárez, el óleo Mundo oculto de 1946, el gouache Fondo marino de 1988 y una máscara de madera sin título.
Diseño Aureliobús
Diseño Aureliobús
Diseño Aureliobús
Aureliobús por Gijón
Aureliobús por Gijón
Aureliobús por Gijón
Aureliobús por Gijón
Mundo oculto, abril 1946
Óleo sobre lienzo. 73 x 92 cm
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía
Donación Gonzalo J. Suárez Pomeda
Mundo oculto, 73 x 92 cm.
Mundo oculto es, sin ningún género de dudas, uno de los óleos más extraordinarios de Aurelio Suárez. Lo es, de entrada, porque se trata de una de las pocas obras que desborda el formato habitual de esta parte de su producción. Aurelio amplió en este caso los 38 por 46 centímetros en los que encerraba la minuciosa profusión de entidades y espacios de sus óleos hasta los 73 por 92 centímetros, como impelido por la necesidad de dar cabida a una abundancia y complejidad aún mayor. Personajes, paisajes y relaciones saturan esta superpoblada escena que viene a ser una especie de summa casi enciclopédica de la iconografía, las obsesiones y las maneras pictóricas aurelianas.
La composición se organiza de modo simétrico en torno a un marcado eje central en el que se distribuyen, de arriba abajo, la figura de la mitad superior de un cuerpo de mujer con el busto desnudo, una manzana roja que parece caer de su mano izquierda y que constituye el centro temático del cuadro, ligeramente por debajo del geométrico. En la parte baja de esa vertical aparece un rostro masculino cuyos rasgos recuerdan bastante a los de algunos autorretratos de Aurelio y más aún a los de su hermano Gonzalo, según quienes lo conocieron. Sobre esa efigie surgen unas alas y dos figuras con forma de huevo.
Tras la mujer, cruza en perpendicular ese meridiano central del cuadro un gran pez, y más atrás y sobre ellos, a modo de fondo, se abre un amplio paisaje fluvial con praderas, desiertos y profundos meandros encajonados en cantiles. La mujer aparece coronada con tres rostros humanos, dos de ellos simétricos y conectados a través de sus largas narices, de manera que el personaje de la izquierda introduce la suya en la nariz de la derecha. Enmarcan a la mujer dos largos brazos que surgen de ese trío y se posan sobre una superficie formada por la mitad inferior de otro cuerpo femenino y su prolongación, del cual emerge la mujer como de detrás de una mesa. A su vez, bajo ella, vuelve a aparecer otro paisaje, pero este interior, con un horizonte marino sobre el que flota una esfera planetaria. A la derecha, Aurelio pintó una tercera marina, también confinada a un espacio interior y cerrado. Destaca también, en la esquina superior derecha, una estructura de aspecto orgánico que sirve de cobijo a un rostro bicorne y que, junto al azul pálido de los ríos y los cielos, marca un contrapunto de color respecto a los ocres rojos y verdes predominantes.
A ambos lados de la línea axial se agolpa una gran cantidad de figuras, la mayor parte de ellas rostros humanos deformados, grotescos o caricaturescos, aunque también aparecen personajes de cuerpo entero —como la mujer-pájaro sentada en el ángulo inferior izquierdo— o de medio cuerpo, como el hombre pensativo que aparece en el cuadrante superior izquierdo. Se encajan las unas en las otras sin dejar espacios vacíos: se acarician, se solapan, se abrazan o se conectan de formas muy diversas, y algunas de ellas funden partes del cuerpo con un rostro, como la gran mano de la derecha. Junto a imágenes de poderosa simbología como el del pez, en los intersticios de ese maremágnum antropomórfico aparecen algunos de los iconos recurrentes en Aurelio: el huevo, la concha marina, los conos truncados que sugieren tallos o conductos orgánicos…
El título —que valdría para tantas obras de Aurelio, incluso para la totalidad de su obra— alude también a su tema predilecto y constante: las interioridades de la imaginación, el ensueño o el deseo secretos, los seres y paisajes encerrados en el interior de la mente y sus dinámicas ajenas a las del mundo vigil. El varón de la parte inferior es sin duda el sujeto que vive este Mundo oculto, pero la preeminencia de la figura femenina y la manzana, con su simbolismo tentador y sexual, es la que parece poner en marcha todo lo que sucede en él; una connotación que cobra especial fuerza por contraste con la evidente inspiración religiosa de la composición, construida como una pintura de altar con el equivalente al Pantocrátor o al Cristo rodeado de su corte celestial y la partición entre el mundo y el submundo. A la interpretación del espectador queda si se trata de una especie de sacralización del universo subconsciente, un paraíso, un infierno o una curiosa versión del tema clásico de las tentaciones a santos y eremitas. Un erotismo extraño convive con referencias populares, esotéricas o de la tradición pictórica, bajo el barniz mixto de poesía y humor propio de la obra aureliana.
En cualquier caso, se trata de un pórtico singularmente apto para entrar por primera vez en el mundo de Aurelio porque presenta de un modo sintético, organizado e incluso en cierto modo jerarquizado buena parte de sus contenidos y sus registros. Y, en el otro extremo y por el mismo motivo, es también un cuadro de interés excepcional para los conocedores del pintor: un hermano, en efecto, al menos en el sentido simbólico, de ese hombre del extremo inferior del cuadro, cuya cabeza parece proyectar a su alrededor el organizado pandemónium de su imaginación, tentado permanentemente por la fantasía y el demonio de la creación; el mismo mundo que el resto de los mortales mantenemos inarticulado, sin forma precisa y siempre oculto, pero que Aurelio eligió configurar, ordenar y mostrar, en pocas obras suyas con tanta rotundidad como en esta.
JUAN CARLOS GEA MARTÍN
(Sin título), fecha desconocida (anterior a 1958)
Madera y óleo. 27,8 x 17,2 x 5,8 cm
Es conocida la afición que tenía Aurelio Suárez por caminar en soledad y de este modo observar y reflexionar sobre lo que iba encontrando a su alrededor. Podía disfrutar repetidamente de un mismo camino como si cada paso por él fuera el primero. Siempre sentiría distinta la luz, las nubes, los olores…, pero de lo que dejó constancia material fue de los muchos objetos que hallaba en estas expediciones por las cercanías de aquel Gijón en el que pasó la mayor parte de su vida. Recogía objetos sencillos, de esos que pasan desapercibidos para la mayoría de la gente, como cáscaras, piedras, maderas u objetos del rastro que le llamaban la atención. Los inspeccionaba y tras este examen imaginativo los manipulaba para reconvertirlos y dotarlos de una nueva vida. Probablemente algo similar fue lo que sucedió con este trozo de madera que talló y pintó al óleo para hacer de él una expresiva cabeza humana.
El trabajo de la madera era muy del gusto de Aurelio. En su propia casa encontraba posibilidades escondidas en los objetos domésticos que lo rodeaban. Transformaba sillas, mesas, cajas o lámparas con la habilidad propia del artesano y la visión fascinante que puede aportar el artista. De esta forma volvía a dejar constancia de su querencia hacia cualquier técnica, tema o material. En el caso de esta cabeza de madera parece homenajear a los fetiches del mundo mágico primitivo, a las máscaras africanas, o tal vez a los anónimos autores del arte popular. Estas fuentes de inspiración eran habituales en los artistas de vanguardia del siglo XX que pretendían huir de la representación mimética de la naturaleza. Este tipo de obras pueden parecer creaciones que con su lenguaje directo y sintético transmitan despreocupación y sencillez, pero ni en Aurelio ni en las artes llamadas primitivas eran creaciones inocentes. Al contrario, se trata de obras con una fuerte carga simbólica que les permitía acercarse a lo inmaterial, a principios espirituales, a la fuerza vital, quizás a los antepasados o a narraciones cosmológicas.
Al igual que en esas culturas primigenias, tampoco para Aurelio eran suficientes las ciencias racionales para entender la totalidad del sistema natural. Por eso acude a objetos, como esta cabeza, que encierran una belleza mágica. Se trata de un recurso muy del gusto de ese movimiento artístico un tanto difuso y heterogéneo que surgió en la Europa de entreguerras y que pretendía el retorno al orden tras los convulsos años anteriores sufridos por el arte y por la humanidad. La preocupación fundamental en esos años era acercarse a lo más profundo del hombre, entender aquello que realmente esconde y que no muestra a primera vista. Buscaban así entenderlo en sus contradicciones. Por este motivo las máscaras o los rostros petrificados aparecen con frecuencia en los artistas de estas generaciones, que encuentran en estas cabezas la quietud, el silencio y el misterio que les ayuda a penetrar en los enigmas de la complicada mente humana. De paso también eran una ayuda para conocerse a ellos mismos, para encontrar su camino y sus respuestas.
Aurelio demostró sobradamente a lo largo de su obra ser un estudioso del rostro humano, de sus expresiones, rasgos o deformidades, como se observa a menudo en sus retratos con tendencia caricaturesca. El caso de esta talla no es el retrato de un individuo concreto, sino que se representa a un rostro humano en su esencia, subrayando únicamente lo fundamental. En él destaca el punto de vista frontal y la construcción simétrica, que refuerzan su carácter irreal, los grandes ojos como expresión de una fecunda vida interior, los gruesos labios con expresión neutra… Todo parece indicar que se trata de un ser alejado del mundo cotidiano, un ser que tal vez posea la capacidad de encontrar respuestas a todas las preguntas.
Esta vía de trabajo que explota Aurelio en busca de lo ritual, de lo rudo o primigenio, puede rastrearse también en otras facetas de su obra aparentemente distintas, como los numerosos infantilismos. En unos y otros puede que el autor persiga descender a lo más puro o sencillo como única manera de llegar a lo más hondo, allí donde no alcanzan las respuestas de la ciencia.
Antonio Alonso de la Torre García
FONDO MARINO, 1988
Gouache sobre papel. 350 x 470 mm